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Este próximo fin de semana regresan los Carnavales Rurales de Álava, con la implicación de todas aquellas localidades en las que se ha podido constatar esta labor de encuestación etnográfica a lo largo de las últimas décadas, recuperando una tradición de mascaradas a la que en esta sencilla entrada vamos a tratar de seguir la pista a nivel histórico-documental. Un año más, este catártico festejo viene a reflejar un cambio de ciclo, una leve disposición colectiva al caos, en la que se desdibuja la frontera entre el bien y el mail, entre los muertos y los vivos, entre lo civilizado y lo salvaje.

Lo primero que podemos constatar es que en los archivos alaveses las primeras menciones comienzan a figurar a partir de los siglos XVI-XVII, y siempre aludiendo al termino más común en nuestra provincia, las ‘carnestolendas’. Del latin caro, carnis ‘carne’ y tollendus, gerundio de tollĕre ‘quitar, retirar’. El cual comparte el mismo origen del termino carnaval, que procedería del italiano ‘carnevale’, derivado de la latina ‘carnem levare’ (quitarse o despedirse de la carne).

En Álava encontramos referencias indirectas en su mayoría, mencionando las ‘carnestolendas’ como referencia temporal, para el uso de leña, la matanza de cabritos o terneros, etc. Ese momento de catarsis comunitaria, enraizada en elementos identitarios, y territoriales, se habría transmitido durante siglos mediante la acción. Por ello, la mayor parte del festejo, o ritual, no nos ha llegado descrito o definido. De este modo, en el renacer de los carnavales rurales en los años 70, resultó fundamental la memoria de los mayores, y la labor de campo y ‘encuestación’ de grandes nombres de la etnografía alavesa: Juan Garmendia Larrañaga, Carlos Ortiz de Zarate, Gerardo López de Guereñu, Joaquín Jiménez, Blas Arratibel o Venancio del Val.

Además de estas alusiones, las primeros indicios que podríamos seguir reflejan los intentos de control, prohibición o resignificación de la fiesta. En este punto, es importante subrayar un detalle: aunque se permitiese una cierta sátira, rebelión o ensañamiento, es ineludible la vinculación del carnaval con el calendario religioso anual (funcionando como una válvula de escape previa a la exigente cuaresma). Aunque sus raíces sean más profundas, y nos remitan a cultos o creencias ancestrales en relación a los cambios de ciclo o temporada, las ‘carnestolendas’ que conocemos dialogan también claramente con la fe cristiana. Por ello, la legislación muchas veces se moverá entre la represión y la tolerancia, buscando un equilibrio. Así, desde el siglo XVI hay prohibiciones a nivel peninsular limitando el uso de las máscaras, e incluso ordenanzas y cédulas que tratan de controlar el fenómeno (en 1715 la de Felipe V, en relación a los bailes y comilonas).

Aludiendo a casos concretos, contamos con un interesante pleito “contra naturales de Narvaja, para que no dancen en el pórtico y cementerio de la iglesia”. El 12 de febrero de 1713, en plenas ‘carnestolendas’, un ingenuo festejo organizado por un grupo de jóvenes de esta localidad terminó dando con sus huesos en la cárcel. Se encontraban “danzando a deshora y con mucha bulla y algazara en el Pórtico y Cementerio de su iglesia”. Este jaleo alertó a un vecino que, aunque “recogido en casa para acostarse”, buscando cumplir con lo dictado por el alcalde, se acerco hasta el lugar y se encontró con que un nutrido grupo de mozos y mozas bailaban. 

El documento especifica que lo hacían al son del tamboril y tenían “un pellejo con pescado ardiendo colgado de un palo, que daba poca luz, por cuya causa no pudo conocer quienes eran, por que las mozas se retiraron en tropa hacia un rincón, y no pudo conocer a ninguna, y aun de los mozos se ausentaron algunos”, y solo pudo conocer a quien tocaba el instrumento y a algún otro. La alusión al pellejo es también comprensible, pues era un elemento habitual en muchos pueblos alaveses a lo largo de todas las ‘fiestas de Invierno’. Además de iluminar, con ello iban derramando gotas en puntos estratégicos: mojones, puertas de viviendas, etc.

Este caso completo puede conocerse en la siguiente entrada del proyecto ‘Microhistoria alavesa‘ de nuestro compañero Ander Gondra Aguirre: “Carnavales entre rejas”. En esta ocasión, por no extendernos demasiado, podemos quedarnos con alguno de los puntos más relevantes: la implicación de un tamborilero, ineludible en toda fiesta; la noción de que “aquella noche era privilegiada” por lo que el señor alcalde “no lo tendría a mal”; o la indicación de que alguno de los danzantes iba enmascarado o incluso vestido de mujer. 

Parte del grupo (los músicos) fue declarada inocente, y tan sólo tuvieron que pagar sus “carzetages” para volver a casa. El resto, varios chicos y chicas, tuvo que pagar los gastos del procedimiento, distintas multas y, en algún caso concreto, unos breves días de encarcelamiento en Agurain/Salvatierra. Curiosamente, en el Ayuntamiento de esta localidad se conserva una pieza etnográfica excepcional, el cepo del calabozo en el que quedarían aseguradas las piernas de los reos. Además, este caso ilustra un clima de tensión: entre la dimensión subversiva y la transgresión de las ordenanzas y la moral cristiana de la época. Por ello, entre las declaraciones del vecino que acudió a acallar el festejo, se indica que el escándalo tenía la “próxima ocasión de ofender a Dios”, al tener lugar en terreno sagrado.

También contamos con documentación interesante en relación a una de las localidades con más tradición vinculada a los carnavales rurales: Zalduondo. En esta ocasión, se trata de un “Proceso judicial de los vecinos de la villa de Zalduendo contra su alcalde” en 1739, por haber impedido la correcta celebración de las carnestolendas y el Corpus Christi. Entre los argumentos de la demanda, los vecinos alegan que desde “inmemorial tiempo de esta parte se ha tenido y tiene la practica y costumbre de regocijarse la gente especialmente en los días y festividades mas solemnes del año al son del tamboril y lo mismo el Domingo y Martes de Carnestolendas”.

Ese año, el alcalde inició su particular cruzada, reteniendo a varios mozos en la cárcel -aplicándoles grilletes y el cepo- antes incluso de que fueran llamados a las oraciones, y metiendo preso al tamborilero, tras desobedecer este último sus órdenes. Por ello, los vecinos decidieron recurrir a la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, para que al corregidor se le condene “en las penas en que a incurrido como perturbador de la paz oponiéndose a las loables y antiguas costumbres que a tenido y tiene esta Villa”.

A partir de ese encontronazo, parece opacarse la presencia de txistularis, quizás silenciados durante décadas. Todo este litigio debe encuadrarse también en una época muy concreta, de debate y combate contra el baile (dominical, festivo o de romerías), hacia el que existían reticencias morales que generaron una autentica lucha clerical.

 

En cualquier caso, los documentos referidos hasta el momento no terminan de aclararnos demasiado una cuestión: ¿desde cuando el carnaval se celebra en estas localidades con los códigos y personajes que hoy conocemos? Por desgracia, este tipo de documentación judicial no nos aporta pistas sobre el desarrollo concreto del festejo o el ritual. Por ejemplo, tanto en Narbaiza como en Zalduondo la memoria popular aludía a la presencia de un monigote (al que se acusa de todos los males del pueblo), de ciertas figuras (porreros) o de un juicio, sermón y posterior ajusticiamiento. Pero no hay manera de precisar su antigüedad, o de fijar el origen concreto de estos esquemas. Respecto a Zalduondo, por fortuna, se conserva un sermón contra Markitos (el muñeco grotesco que protagoniza el evento) del año 1897. Al parecer, esta primera referencia fue rescatada en la década de 1920 por Blas Arratibel. Gracias a ese documento, podemos intuir el tono y forma de los sermones anteriores, así vendrían celebrándose desde tiempo atrás, y esa formula permanecería inalterada durante los primeros años del siglo XX, hasta el estallido de la guerra en 1936. En ese momento, el carnaval rural se apagó, y su ‘resurrección’ no se plantearía hasta mediados de la década de los 70, con serias reservas iniciales por parte de las autoridades (e inicialmente sin permiso oficial).

Para poder completar este recorrido, documentalmente muy fragmentario, sería preciso rastrear también el estrecho vinculo del carnaval con otros momentos festivos y rituales ampliamente documentados en la provincia: las festividades del rey pájaro en varias localidades de rioja alavesa, los festejos del ‘Mayo’, las quemas de Judas en Semana Santa o el festejo del Niño Obispo. Repartidas por todo el calendario, todas ellas aluden a momentos de transito, de renovación. Ritos de paso o de inversión con una profunda carga simbólica y social.

Antes de que la que Guerra Civil aplacara la fiesta, es posible rastrear también en algunas normativas municipales la misma tensión a la que aludíamos en los siglos precedentes. Como ejemplo, este recorte del Bando del Ayuntamiento de Salinas de Añana, del año 1927:

 

Hasta aquí esta sencilla entrada, sobre alguno de los ecos de las ‘carnestolendas’ del pasado en el carnaval rural del presente. Hoy quizás cabría interrogarse sobre función, y son muchas las preguntas que este tema nos genera: ¿Somos un nuevo eslabón en la cadena de la tradición? Al ser ya parte del patrimonio inmaterial vasco catalogado, ¿nos movemos quizás en una dimensión folclórica? Al evidenciarse la perdida de la ligazón con el calendario cristiano, ¿se conectan más con una cierta reivindicación de su posible raíz pagana? Indiscutiblemente, son un elemento de construcción identitaria, subrayando lo local, la particularidad, pero conectando también con un sentir global, con un ritual extendido por infinidad de países y culturas.

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