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A comienzos de noviembre pudimos reconciliarnos con el patrimonio historicista de la capital alavesa, realizando una ruta por la “Vitoria neomedieval” en la que, principalmente, intentamos situarnos en el contexto preciso que dio lugar a todos los revivals estilísticos y, en particular, a un renovado idilio con el patrimonio medieval alavés.

En ese sentido, y tratando de aterrizar esta realidad en el ámbito local, aportando ejemplos cercanos y sencillos, vamos a apuntar un par de reflexiones que nos permitan entender el cambio de gustos y referentes. En el caso vitoriano, siempre se reivindica la importancia del ensanche neoclásico de finales del XVIII y el primer cuarto del XIX. Pero parece obviarse que, en muchas de las vías del ensanche, el neoclasicismo deja paso a toda una miríada de neoestilos, entremezclados de forma desprejuiciada a lo largo de la segunda mitad del XIX y las primeras décadas del XX.

Tenemos bien presente a Justo Antonio de Olaguíbel, gran exponente del neoclasicismo alavés, pero no nos acordamos tanto del puñado de arquitectos que acapararon infinidad de obras en esa segunda etapa constructiva (con Javier Aguirre, Fausto Íñiguez de Betolaza, Julio Saracíbar o Julián Apraiz a la cabeza). Y el gran cambio se produce precisamente ahí, en los que años que median entre el fallecimiento de Olaguíbel y el nacimiento de esta nueva generación, que dialogará ya de una forma diferente con el pasado medieval de la provincia.

Si nos ceñimos a Olaguíbel, recibió el titulo de arquitecto que expedía la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando hacia 1781, y se conservan algunos de los diseños y proyectos que realizó como estudiante, en los que se hace patente la apuesta decidida de la institución por el neoclasicismo. En particular, nos interesa el dibujo de un capitel corintio, ejecutado con acierto por el joven Olaguíbel en marzo de 1780. Estos eran los modelos a presentar e imitar en ese momento, no se manejaba ningún referente medieval. Y una vez obtenido el título, su ciudad natal le encomendó el proyecto más memorable de su carrera, el diseño de la plaza nueva de Vitoria, nexo fundamental entre el pasado y el futuro de la ciudad.

Pero, a lo largo de su vida, ¿Olaguíbel dialogó en algo con el arte medieval? Durante años, realizó numerosos encargos de carácter religioso, pero siempre dentro de sus planteamientos neoclásicos. Podríamos enumerar el diseño y ejecución de torres, pórticos, sacristías o pilas bautismales. Y, a la hora de intervenir sobre la fábrica original, en el caso de varios templos, lo más destacado serían sus maestreos, donde precisamente se maquilla el aspecto más medieval, aplacando la verticalidad de las iglesias góticas del territorio. Como ejemplo, os mostramos el caso de la Iglesia de la Natividad de Nuestra Señora de Arkaia, ‘maestreada’ por Olaguíbel en 1804.

Además, hay una labor poco conocida de Olaguíbel en uno de los templos románicos más destacados de todo el País Vasco. En 1793, el célebre arquitecto vitoriano visitó el santuario de Estíbaliz, para reconocerlo, tasarlo y fijar “prudencialmente su precio y valor”. Su visita tenía un fin puramente pericial, y no se efectúa valoración artística alguna. Aporta datos muy interesantes sobre el estado del templo, y de la casa contigua del ‘Pater’, por esas fechas. Y determina el valor total en setenta y dos mil reales de vellón. Considerando además que la “puerta principal”, adornada con “quatro columnas y varias molduras”, es de estilo gótico.

En esas mismas fechas, también habló acerca de Estíbaliz el historiador vitoriano Joaquín José de Landázuri y Romarate. En su escrito se evidencia el abandono y descuido en el que se halla sumido el santuario, y es que la suya es también una visión previa a la revalorización artística del templo, cuando lo más destacado era la carga histórico-simbólica del lugar. Como curiosidad, tenemos otra manera muy original de medir el descredito del arte medieval en los tiempos de Olaguibel y compañía. En 1792, veía la luz en Vitoria la “Guía de forasteros”, un escrito salido de la imprenta de Baltasar Manteli para disfrute de los viajeros que llegasen a la capital alavesa y quisieran conocer lo más interesante “respecto a las tres bellas artes”. Todo parece indicar que esta iniciativa editorial se debió al empuje de Lorenzo del Prestamero y José María Aguirre Ortés de Velasco, V marqués de Montehermoso. Pues bien, al ver donde ponen el foco sus autores, enumerando cuales son las obras de obligada visita para todo viajero, sorprende la total ausencia de referencias al patrimonio medieval de la ciudad. Toda la trama urbana medieval y la fábrica gótica de las principales parroquias vitorianas les es ajena. La obra que más aprecian, recién estrenada, es sin duda la plaza nueva del amigo Olaguíbel.

Tras este panorama, fiel reflejo del gusto neoclásico que imperó en las primeras décadas del ensanche vitoriano, el cambió comenzará a constatarse hacia mediados del siglo XIX. De este modo, el surgimiento de la Escuela Superior de Arquitectura en 1844, independizándose de la Academia, supone un punto de inflexión fundamental en la revalorización del pasado gótico. Esta nueva generación de arquitectos a la que aludíamos al inicio se formará mayormente en la Escuela Superior y, en el caso específico de Fausto Íñiguez de Betolaza, tendrá ocasión de restaurar los principales edificios medievales (y renacentistas) de Vitoria y alrededores. Durante los años en los que Betolaza ocupó el cargo de arquitecto diocesano y arquitecto provincial, se constata su intervención en San Miguel, Armentia, Estíbaliz o San Pedro. De la tasación distante de Olaguibel, pasamos a la preocupación por conservar y restaurar los edificios del pasado, y a un conocimiento profundo de los modos de construcción antiguos, en la línea del trabajo promovido en Francia por el siempre polémico Eugène Viollet-le-Duc. Y del gusto neoclasico imperante en la primera Guía “turistica” de la ciudad, pasamos a la sorpresa de los viajeros de mediados del XIX, como Victor Hugo, que disfrutó en Vitoria al descubrir “una ciudad gótica entera, completa, homogénea”.

Además, si ponemos el foco en la formación que se impartiría en Vitoria, y en concreto en la Academia de Bellas Artes de la ciudad, el viraje va a ser definitivo. En esta institución, en la que se constata la colaboración del propio Fausto Íñiguez de Betolaza desde 1882 (como vocal o miembro de distintas comisiones), encontramos un detalle muy llamativo al atender a las pruebas de acceso a la plaza de profesor. Como apuntaron Susana Arechaga y Francisca Vives en un interesante artículo dedicado al historicismo neomedievalista en Vitoria, las condiciones impuestas a los aspirantes a conseguir la plaza en 1878 aludían a trabajos en cuatro estilos: “grecorromano, bizantino, gótico de cualesquiera de sus tres periodos y renacimiento”. Y se pudo constatar que algún candidato presentó fragmentos “históricos de los siglos XIV y XV”, fragmentos de la portada de Estíbaliz tomados del natural, un “adorno gótico florido” y otras alusiones semejantes, en las que se evidencia la nueva valorización y gusto por la copia de modelos medievales.

En esas mismas fechas, habría otro gran nombre de las letras alavesas impulsando este particular romance de la provincia de Álava con su pasado medieval: Federico Baraibar. Comenzaría entonces su compilación de datos y fotografías tratando de inventariar el románico alavés en compañía de su amigo Lorenzo Elorza, un proyecto sensacional que pudimos recuperar en 2019 por medio de una exposición y un libro. Sabemos que Baraibar fue secretario de la Junta de la Academia de Bellas Artes vitoriana, y que se preocupó en adquirir, como material de enseñanza, hojas con adornos góticos tomados del pórtico de Santa María, con “estilo románico moderno” o incluso un capitel gótico original, procedente de San Miguel y donado por un albañil afin a Betolaza. Si el gusto medieval ya se impartía en las escuelas nacionales y locales, es lógico que en ese mismo momento comenzará a implementarse en las edificaciones religiosas de nueva planta, constatándose por vez primera en todo el País Vasco en la construcción de la Iglesia neogótica de las Carmelitas de Vitoria-Gasteiz, erigida por Íñiguez de Betolaza en 1877.

Para terminar este sencillo texto, vamos a asomarnos a un puñado de fotos pertenecientes a la colección Baraibar-Elorza del Archivo del Territorio Histórico de Álava. En estas imágenes, obtenidas seguramente a principios del siglo XX, cuando Federico Baraibar ocupaba quizás el cargo de director del Instituto, ejerciendo incluso como presidente de la Diputación, le vemos retratado en distintas estancias de la antigua Academia de Bellas Artes de Vitoria (no llegó a conocer la nueva Escuela de Artes y Oficios, cuya primera piedra se colocó en 1919, al año siguiente de su muerte). Una mirada atenta a los diseños de los alumnos colocados en los muros nos depara alguna agradable sorpresa. Son varias las ménsulas, roleos o arquivoltas de claro regusto gótico (o neogótico). E identificamos incluso varias laminas con dibujos de canecillos románicos. En concreto, se aprecian bastante bien varios canecillos cuya localización resulta sencilla: son ejemplos procedentes de la basílica de Armentia. Entre los más celebres, vemos al cabrito arpista o a la sirena con el pez en las manos.

Curiosamente, Baraibar conocía muy bien la iconografía armentiense, pues en 1904 conformó el llamado ‘Álbum Instituto’, con una selección de veinticuatro fotografías de ejemplos arqueológicos, arquitectónicos y ornamentales de los templos románicos de Armentia y Lasarte. Y sabemos además que al escoger las piezas que se expondrían en el Museo Incipiente (el primer intento museístico alavés, ubicado en la sede del Instituto) a partir de 1911, incorporó junto a los restos romanos, “siete canes de San Andrés de Armentia, dos reproducciones en cemento de canecillos de Estíbaliz y dos capiteles recogidos con anterioridad de la arruinada iglesia de San Juan en el despoblado de Donás”.

Con toda seguridad, los canes que se expusieron en el Museo y los que reprodujeron los alumnos en sus motivos coinciden. Serian seguramente moldes extraídos de los originales por Ricardo López de Uralde, el mismo contratista y maestro de obra que le había donado varias reproducciones de elementos propios de Estíbaliz. A título de curiosidad, todos los edificios que se levantaron en Estíbaliz a lo largo del siglo XX, con un regusto neorrománico evidente, reproducen en cemento algunos de los canecillos de Armentia que pudo vaciar López de Uralde y que generaciones de pupilos de la Academia de Bellas Artes emplearían como inspiración.

De este modo, podemos cerrar el círculo. Del desdén absoluto hacía el medievo de Olaguíbel o  Prestamero a finales del XVIII, hemos pasado al interés renovado y pionero de Íñiguez de Betolaza y sus compañeros de profesión a finales del XIX, para terminar en el conocimiento y el estudio más estructurado y profundo de Federico Baraibar o Lorenzo Elorza, ya entrado el siglo XX. Por reivindicar un último aporte precursor de Elorza, quien siempre fue el fotógrafo en la sombra, cabe recordar que, en 1915, al presentarse a la oposición a “clases de Dibujo de las Escuelas normales”, escogió realizar su trabajo de investigación, a modo de tesina, sobre los “Elementos decorativos y Ornamentales del Románico Alavés”. Esos mismos elementos que intuíamos en las paredes de la Academia.

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