En las crónicas y textos antiguos que se han ocupado de describir el desaparecido convento vitoriano de San Francisco, predominan una serie de ideas que, tras analizarlas, no parecen corresponderse con los documentos conservados. Los cronistas de los siglos de época moderna no dudan en atribuir la fundación del convento al propio San Francisco, quien, según éstos, en alguna de sus peregrinaciones por la península (unos señalan que en dirección a Marruecos y otros en su peregrinación a Santiago de Compostela) ordenaría la construcción de un pequeño cenobio que permitiera la predicación de sus ideas. Los cronistas franciscanos parecen particularmente interesados en transmitir la idea de una génesis sumamente modesta que, más tarde, terminaría por florecer bajo el impulso de diversos patronatos privados. El siguiente paso vendría de la mano de doña Berenguela. Esta rica y poderosa mujer, que tenía una estrecha relación con el rey Alfonso X, ordenó la construcción de un nuevo y grandioso templo según queda fijado en su testamento firmado en 1296.
Este sucinto y resumidísimo repaso a los orígenes del cenobio alavés nos devuelve una imagen que será necesario matizar. Desde el proyecto Álava Medieval/Erdi Aroko Araba llevamos ya unos meses embarcados en una investigación que, si no ocurre ningún imprevisto, verá la luz en la segunda mitad de este año de la mano de un libro y una exposición. En dicha publicación se aportarán todos los argumentos y documentos que apoyan la visión que relataremos de forma rápida en esta pequeña entrada. Si bien no suele ser el cauce habitual (primero se publica la investigación y después se emprenden las labores de divulgación), en este caso nos parecía necesario sumarnos a las iniciativas que desde hace tiempo viene promoviendo el arqueólogo Ismael García para poner en valor y estudiar las ruinas que todavía quedan del convento.
En nuestra investigación, hemos podido constatar mediante diferentes fuentes (algunas de ellas no habían sido atendidas hasta la fecha) cómo el convento alavés contó con unas instalaciones y una relevancia estratégica en la ciudad de enorme calado antes de la llegada de las reformas impulsadas por Berenguela a finales del siglo XIII. La primera noticia documental (que hayamos visto hasta la fecha, ya que la investigación sigue abierta) es de 1236, donde ya se cita como mínimo la existencia de una serie de edificaciones de los monjes y una iglesia. Poco después, en 1240, otro documento nos habla del huerto que tenía el convento y nos sitúa el edificio junto al mercado, zona bulliciosa y animada que solía ser un destino habitual de las fundaciones franciscanas. Lo interesante del caso es que, en la década de los años sesenta del siglo XIII, el convento aparece referido como “custodia Bictoriensis”. Esto significa que este complejo monástico era cabeza de Custodia de un conjunto de conventos que cubrían una importante extensión: Santander, Medina de Pomar, Frías, Bermeo y Miranda de Ebro (lista que difiere de la aportada por el historiador del siglo XVIII Landázuri y que han seguido la mayoría de los investigadores que se han ocupado del estudio del complejo). Además, por poner otro ejemplo, encontramos al rey Alfonso X en el convento franciscano firmando con los representantes de Castilla y Francia los llamados “Tratados de Vitoria”, por lo que no es posible imaginar que el templo fuera un simple oratorio o ermita, como decía a finales del siglo XVI el cronista Juan de Victoria.
Estos datos a vuelapluma nos sitúan ante un espacio religioso y político de singular envergadura e importancia que continuaría con diversas etapas de esplendor hasta que, llegado el siglo XIX, se iniciara una lenta decadencia. Creemos que es ahora el momento perfecto para que estas evidencias históricas aportadas por los documentos y las fuentes de origen diverso puedan ser contrastadas con el trabajo arqueológico. Por todo ello, desde nuestro proyecto apoyamos que se hagan nuevos estudios que nos permitan, por un lado, conocer mejor los orígenes de este magnífico conjunto y, por otro, disponer de herramientas que nos posibiliten defender y conservar de forma adecuada los restos que aún permanecen en pie (y bajo el suelo).