El monacato femenino medieval a través de los monasterios de Barría y Quejana
Las características del monacato femenino medieval (al igual que las del masculino) no son homogéneas. Ciertamente, cada casa se adscribía a una orden concreta (San Benito, Císter, Predicadores o Santa Clara), cuyo surgimiento respondió a distintas realidades y cuya evolución presentó ciertas especificidades. No era lo mismo integrarse en la orden cisterciense, que permitía a sus abadesas disponer de importantes atribuciones en la gestión patrimonial, que en la de los dominicos, quienes ejercieron un control más férreo sobre sus homónimas femeninas. Por tanto, voy a centrarme en presentar los rasgos generales del monacato femenino medieval tomando como ejemplo dos de los tres centros alaveses femeninos de época medieval: el monasterio de San Juan de Quejana (dominico), sito en Ayala, y el de Santa María de Barría (cisterciense), ubicado en la Llanada Alavesa.
La sociedad medieval aceptaba la entrada en religión como una salida digna y apropiada para las mujeres. Sin embargo, la toma de hábitos no era un recurso accesible para todas, pues las instituciones monásticas solicitaban el pago de una dote (o legítima), entregada en bienes muebles o en metálico, para poder ingresar en ellas. Aunque es cierto que ese aporte era más modesto y asequible que el necesario para concertar un matrimonio, sobre todo tras el proceso de encarecimiento que sufrió la dote a lo largo del siglo XV, era inalcanzable para las mujeres de las capas sociales inferiores.
Esa legítima solía ser administrada por las religiosas hasta su muerte, momento a partir del cual se incorporaba plenamente al patrimonio monástico. Esta realidad se constata tanto en el monasterio de San Juan de Quejana como en el de Santa María de Barría. Las informaciones conservadas atestiguan que las religiosas, a título individual, percibían rentas, efectuaban compraventas y permutas o se responsabilizaban de la defensa de sus bienes. Entre otros motivos, éste determinó que las integrantes de pocos recursos padecieran mayores dificultades para subsistir, generándose situaciones de desigualdad intramuros. Por eso, algunos testamentos intentaron paliar esas diferencias. Así lo hizo Constanza de Ayala en 1472, cuando ordenó vestir “seys monjas en Quexana, de las más pobres, e sean en eleçión de la Priora” [i].
Por tanto, la entrada en religión era una salida especialmente dirigida a las mujeres pertenecientes a los altos estratos sociales: la aristocracia y la burguesía. De hecho, la costumbre de enviar a las hijas a instituciones monásticas estaba muy arraigada entre estos linajes. Los Guevara del siglo XV, por ejemplo, se decantaron por el monasterio cisterciense de Santa María de Barría, que había entrado en su órbita de influencia en este periodo. Una de sus integrantes más reconocidas fue Mencía de Guevara, hermana del señor de Oñate, que accedió al cargo abacial a mediados del siglo XV y permaneció en él durante al menos 30 años.
A este respecto, conviene remarcar que los linajes de la nobleza establecieron una fuerte relación con algunas de estas instituciones, fundándolas, promocionándolas, financiándolas y protegiéndolas. El monasterio de Quejana, surgido al amparo de los Ayala, es un claro exponente de esta realidad. Su desarrollo histórico se encuentra estrechamente vinculado con la evolución de las relaciones establecidas entre la institución señorial y la monástica. Es decir, la prosperidad de Quejana era consecuencia directa del amparo que le proporcionaban los señores del territorio, sus patronos. Sin embargo, la salvaguarda del monasterio de Barría osciló entre diversos linajes que obtuvieron la titularidad sobre el lugar en que se asentaba. A consecuencia de ello, siempre se encontró en una situación de vulnerabilidad, siendo la mención a la pobreza del centro una constante entre su documentación.
Sepulcro de Leonor de Guzmán y Pedro López de Ayala en Quejana.
En este contexto, la inserción de las mujeres del linaje en el claustro y su ascenso a los altos cargos de la jerarquía monástica era uno de los principales objetivos de estos linajes, pues les permitía controlar estas instituciones. Así, conseguían reproducir en estos espacios las dinámicas sociales de sus grupos: controlaban las profesiones, administraban la economía monástica y promovían el ascenso de mujeres de sus clientelas, entre otras. En el monasterio de Quejana se aprecia con cierta nitidez la entrada y promoción de mujeres integrantes de linajes afines. Varias mujeres de los linajes de Sojo y Aldama, dos de los linajes más destacados al servicio de los Ayala, que ostentaron oficios en el señorío, tomaron los hábitos en Quejana. Mientras que las dos hijas de Ruy Díaz de Ayala, constructor que trabajaba al servicio de los Ayala bajo el mandato de García López de Ayala, alcanzaron el priorato, el cargo de mayor relevancia de las instituciones femeninas integradas en la orden de Santo Domingo.
Además, la confianza que la aristocracia depositaba en estos cenobios era tal que a veces también se asignaba a estas instituciones labores de custodia de las mujeres hasta que alcanzaban la edad de contraer matrimonio. Así sucedió al menos en el monasterio de Barría a mediados del siglo XV, donde ingresaron las hijas naturales de Pedro Vélez de Guevara:
“Otrosy mando que a mis fijas donna Costança e Ynés e Ysabel e Urraca del monesterio Barria, que les sean dados de mis bienes e rentas mejor parados para sus casamientos lo que fallaren los dichos Pero Lópes, mi tyo, e mi sennora donna Costança de Ayala mi madre”[i].
En lo que se refiere a la comunidad monástica, se integraba principalmente por mujeres que habían ingresado a una edad temprana, aunque también hay noticia de la entrada de viudas. Para el caso de Quejana, por ejemplo, se ha constatado el acceso de niñas en edades comprendidas entre los cinco y los diez años. Su entrada en religión requería ofrecer una mínima formación a las novicias que les permitiera ejercer correctamente sus labores litúrgicas. Evidentemente, no podemos obviar que la principal actividad de las religiosas era la oración, el ruego en favor de las almas de los difuntos dotadores y de su salvación, así como el culto a las reliquias e imágenes. No obstante, esto no impedía que dedicaran parte de su tiempo al trabajo manual, fundamentalmente, al hilado.
Detalle del sepulcro de Urraca Díaz de Haro en el monasterio de Cañas.
En general, su formación radicaba en la adquisición de una serie de nociones básicas en latín. Asimismo, se les enseñaba, cuando menos, a firmar con su nombre. En el caso de las dominicas, además, las Constituciones de la orden asignaban un tiempo diario para el estudio. Este hecho, combinado con la existencia de una biblioteca intramuros nutrida por el linaje de Ayala, nos indica que muy probablemente las monjas de Quejana fueron letradas. Esta no es una cuestión baladí, pues el grado de analfabetismo de la sociedad medieval era muy elevado, especialmente entre las mujeres. Paralelamente, la necesidad de administrar correctamente el patrimonio de la institución facilitaba que las monjas que accedían a los altos cargos de la jerarquía monástica adquiriesen conocimientos adicionales en materia jurídica y política, que les permitiera defender sus intereses.
El último elemento característico del monacato femenino es la clausura a la que se encontraban sometidas. Se trata de un factor limitador, que exigía la intervención de personas ajenas a la comunidad femenina. La gestión patrimonial requería el desempeño de ciertas actividades extramuros que ellas mismas no estaban autorizadas a realizar. Por tanto, era usual el nombramiento de procuradores y/o mayordomos, que podían ser seglares o religiosos. Al mismo tiempo, la correcta atención espiritual, tanto de las monjas como de los parroquianos adscritos a la iglesia monasterial, favorecía la incorporación de clérigos que asumieran la cura de almas y capellanes que atendieran las capellanías instituidas por los dotadores. Todos estos individuos podían formar una comunidad masculina dentro del claustro monástico, lo que era muy frecuente en las casas dominicas y está bien documentado en Quejana, o participar eventualmente en los asuntos que se les asignaban.
San Juan de Quejana
A modo de conclusión, quiero señalar las dificultades de abordar la vida intramuros de estos cenobios. En estas líneas, he intentado sintetizar las características generales del monacato femenino medieval alavés, bien conocidas en aquellos asuntos que afectan al vínculo creado con la nobleza territorial. No obstante, la vida privada presenta mayores dificultades, que habitualmente paliamos recurriendo a los instrumentos normativos de las órdenes. Por ello, el conocimiento de la forma de vida intramuros arroja una visión distorsionada de la misma, sólo matizada por algunos testimonios indirectos. El problema radica en el silencio documental, la ausencia de textos que recojan las visitas realizadas por los prelados monásticos, por ejemplo. Este silencio queda roto por un único testimonio que da noticia de las modificaciones introducidas en el monasterio de Barría al hilo de la reforma observante promocionada por la reina Isabel, y que implicó una mayor rigurosidad en el cumplimiento de la regla benedictina.
Notas:
[i] Ayerbe, M.ª R., Historia del Condado de Oñate y Señorío de los Guevara (siglos XIV-XVI). Aportación al estudio del régimen señorial de Castilla. Documentos, San Sebastián, Diputación Foral de Guipúzcoa, 1985, vol. 2, p. 169.
[i] Ibidem, p. 131.
Breve bibliografía:
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- Coelho Nascimento, M.ª F., “Casadas con Dios. Linajes femeninos y monacato en los siglos XII y XIII”, en Morant, I., (coord.), Historia de las mujeres en España y América Latina. De la prehistoria a la Edad Media, Madrid, 2005, vol. 1, pp. 693-712.
- Graña Cid, M.ª M., Religiosas y ciudades. La espiritualidad femenina en la construcción sociopolítica urbana bajomedieval (Córdoba, siglos XIII-XVI), Córdoba, 2010.
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- Paz Moro, A., San Juan de Quejana, un monasterio familiar de dominicas en el valle alavés de Ayala (1378-1525). Sus vínculos con el linaje de Ayala, Bilbao, 2017.
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- Portilla, M., Quejana, solar de los Ayala, Vitoria, 1983.
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